jueves, 15 de marzo de 2012

Cada vez con menos biseles

Bogotá es una ciudad de ángulos. Por momentos, uno se imagina que está en la más bella metrópoli del mundo cuando, por ejemplo, se mezcla el verdor lleno de alucinaciones de los cerros con algunos, muy pocos, hitos arquitectónicos.

Desde luego que si se desvía la mirada, unos milímetros más allá de una de esas atmósferas que no dudo en calificar de paradisiacas, es muy probable toparse con la versión local de alguno de los lugares más deprimidos que puedan imaginarse. A menudo, la basura, que siempre intimida, parece adueñarse de todo el alrededor y, sin embargo, casi enseguida cabe descubrir, acaso, el fragmento de un jardín con la capacidad de evocar las novelas de Charlotte Brontë o de sugerir alguno de los poemas de Shelley.



Vivimos sumergidos en un recodo lleno de contrastes y quizás sea en esas discrepancias donde reside uno de los encantos de una ciudad singular. Ahora bien, no hay derecho a que un desarrollo mal entendido, y un errático concepto de la estética, vaya acabando con esos rincones prodigiosos que por un instante tienen el poder de transponer el mundo del paseante y convertirlo en uno color de rosa. En ese sentido, empieza a vislumbrarse un auténtico desmadre de planificación que acabará por transformar en un caotico entorno a un paraje que, a lo largo de más de un siglo, amenizó la vida de los Bogotanos. De aquel parque que otrora solía llamarse del Centenario y que luego pasó a ser de la Independencia ya no va quedando nada.


El primer atropello fue demoler los pabellones, como el Egipcio, que sirvieron de ámbitos de exhibición durante la exposición que se realizó con motivo del primer siglo de la Independencia. Después el abandono, y un primer embate del urbanismo desaforado, estuvo a punto de llevarse lo que quedaba hasta que, en buena hora, cuando se construyeron las torres del parque Rogelio Salmona restauró, y salvó el alrededor, incluido el hermoso templete de reminiscencias francesas que hoy, frente al Museo de Arte Moderno, está a punto de desaparecer arrollado por el nuevo diseño de la veintiséis o por la absurda alteración de concreto del nivel original del jardín. Ni hablar de los horrorosos puentes peatonales que, por el oriente, limitan el parque y que cuando se observan desde la avenida tercera son como maculaturas del sosiego que sugería el encontronazo de Monserrate con el vergel ya centenario


¿Hasta cuando los bogotanos tendremos que seguir tolerando esos desastres que, un día, terminaran por arrollar sin remedio lo que en cualquier otra parte el mundo sería considerado patrimonio? Y lo peor es que a veces declaramos como bienes de conservación construcciones, barrios y lugares que no justifican siquiera una ojeada minúscula. !Que desatino!

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